Comentario
A lo largo de esta centuria reinaron en España los tres últimos monarcas de la Casa de Austria: Felipe III (1598-1621), Felipe IV (1621-1665) y Carlos II (1665-1700), siendo regente durante su minoría de edad su madre Doña Mariana de Austria (1665-1675).Todos ellos entendieron como deber prioritario de sus respectivos mandatos la defensa del Catolicismo, convirtiéndose así en herederos del ambiente del Concilio de Trento. Para cumplir esta misión comprometieron al Imperio español con una política de carácter internacional, que no encontró el apoyo necesario en las posibilidades económicas y en los medios sociales del país. Los esfuerzos por financiar múltiples guerras, tanto en el exterior como en el interior, donde en 1640 se sublevaron Cataluña y Portugal, se tradujeron en aumento de contribuciones y arbitrios ruinosos. Las actividades comerciales, agrícolas e industriales se fueron deteriorando progresivamente, debido a las pesadas cargas fiscales que soportaban las clases trabajadoras. Estas circunstancias, a las que se sumó la mala gestión en la utilización de las riquezas provenientes de América, produjeron una depresión económica que alcanzó, en mayor o menor medida, a todos los estamentos de la sociedad, llegando a su momento más difícil en las décadas centrales del siglo, para iniciar una tendencia a la mejoría a partir de los años ochenta.Medidas realistas, tanto en lo político como en lo económico, y una pragmática visión de gobierno favorecieron esta recuperación, que se vio también facilitada, en cierto modo, por la dramática evolución de los acontecimientos. La población descendió a lo largo del siglo de forma importante -pestes, hambre, expulsión de los moriscos, emigración a América-, en contraste con lo que sucedió en otros países europeos, dejando a España en evidente situación de inferioridad. Además, la pérdida de la hegemonía en el mundo fue irreversible a partir de la firma de la Paz de Westfalia (1648), todo lo cual obligó a admitir una nueva realidad basada en la urgencia de adecuar las necesidades del país a sus auténticas posibilidades. Fue precisamente esta actitud mental lo que propició los indicios de recuperación apuntados en los años finales del siglo.Esta precaria situación económica se dejó sentir en la arquitectura, la más necesitada entre las tres grandes artes de recursos monetarios para financiar la actividad constructiva. Sin embargo, la política fundacional de las órdenes religiosas, apoyada con frecuencia por el mecenazgo real y el privado, y las necesidades derivadas de la nueva capitalidad de Madrid atenuaron las consecuencias de la crisis en la corte, aunque ésta tuvo evidente repercusión en los núcleos periféricos.La escultura y la pintura, menos dependientes de la situación económica, no se vieron afectadas negativamente por el empobrecimiento de la nación. Ambas se convirtieron en intérpretes de una religión profundamente vivida por la sociedad española de la época, desde los reyes hasta las clases más humildes. Los ideales contrarreformistas tuvieron su más firme aliado en el alma hispana, defensora tradicional de los valores espirituales y, a la vez, poseedora de un marcado individualismo y una inclinación secular a la realidad. Esta forma de pensar y sentir encontró en el nuevo estilo su cauce idóneo de expresión, porque éste no sólo era coincidente con su sensibilidad estética, sino que también permitía plasmar la intensa fe y la sincera piedad de un pueblo hondamente identificado con el Catolicismo.Escultura y pintura asumieron magníficamente este papel. Ambas partieron de planteamientos e intenciones análogas, coincidiendo también en su estrecha vinculación con el mundo religioso, aún más acentuada en el caso de la escultura. La pintura disfrutó de la protección de los monarcas y de la nobleza, aunque sus respectivos encargos estuvieron frecuentemente relacionados con lo religioso, que imperaba en la vida española del XVII. Por consiguiente no es extraño que los sectores eclesiásticos fueran los principales clientes de pintores y escultores, aunque estos últimos sufrieron en mayor medida la merma de capacidad económica de este estamento, viendo su actividad generalmente ligada a ambientes más populares que la pintura. Monasterios, parroquias y, sobre todo, cofradías de clérigos y seglares fueron los principales impulsores de la escultura, que careció asimismo del mecenazgo real y privado, tan importante durante el Renacimiento, sin que esta circunstancia afectara a la calidad y a la creatividad de los artistas.De lo anteriormente expuesto se desprende que la Corona, la Iglesia y la nobleza fueron los principales clientes de los artistas, que apenas trabajaron para la burguesía, clase con escaso poder adquisitivo e incluso casi inexistente en la sociedad española del siglo XVII, que estaba rígidamente jerarquizada. Los estamentos aristocrático y eclesiástico eran los más adinerados e influyentes, y además los únicos claramente definidos. El menosprecio del comercio y del trabajo manual no sólo contribuyó al hundimiento económico del país, sino que también impidió el desarrollo de la clase media, por lo que la sociedad de la época presentaba una marcada división entre las privilegiadas y minoritarias clases altas y una numerosa y empobrecida clase baja, integrada principalmente por trabajadores agrícolas y urbanos que vivían con desesperanza las difíciles condiciones de su existencia, de las que no tenían posibilidad de escapar.En este panorama económico y social los artistas, en general, disfrutaban de una modesta posición económica y de escaso reconocimiento social, salvo algunas excepciones como es el caso de Velázquez. Sometidos al sistema gremial y considerados como artesanos, los arquitectos, escultores y pintores, sobre todo estos últimos, lucharon por elevar su condición social, defendiendo el carácter noble y liberal de su actividad, con el propósito también de evitar los impuestos que gravaban los trabajos mecánicos. Sólo los más importantes arquitectos se mantuvieron al margen de esta situación, porque su labor gozaba del prestigio que proporcionaba la invención mental: ellos proyectaban los edificios y dirigían las obras, pero no las ejecutaban directamente.Esta era, a grandes rasgos, la situación política, económica, religiosa y social de la España del XVII. Las circunstancias, en principio, parecían no favorecer el desarrollo del arte y de la cultura. Sin embargo, las letras y el arte españoles alcanzaron en esta etapa uno de los momentos más sobresalientes de su historia. La coincidencia entre los planteamientos ideológicos y las intenciones del nuevo lenguaje barroco, y las necesidades y sentimientos españoles, hicieron posible esta brillante etapa. Incluso cuando llegaron las fórmulas italianas ya se estaban dando en nuestro país los primeros pasos en la nueva dirección. Fue el siglo de la publicación del "Quijote" de Cervantes, de Góngora y Quevedo, de Lope de Vega, de Tirso de Molina y Calderón, de Gómez de Mora, de Gregorio Fernández y Martínez Montañés, de Ribera, Velázquez, Zurbarán, Murillo, Claudio Coello... Todos ellos, y muchos más, configuraron el llamado Siglo de Oro español, único por su riqueza creadora y también porque nació y se desarrolló dando testimonio del sentir de un pueblo, lo que permitió que el arte poseyera, por primera vez en España, una expresión puramente nacional.